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miércoles, septiembre 24, 2014

Disfrazados de romanos


Cuando alguna vez leo acerca de por qué el 15-M no tuvo su banda sonora, o por qué no le ponen letra al himno de España, que si la novela está agotada o el rock está muerto, siempre me acuerdo de Pierre Menard, autor del Quijote, que como todo el mundo sabe es un cuento de Borges que trata sobre un escritor francés, Pierre Menard, que se propone escribir de nuevo El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, palabra por palabra. Pierre Menard fracasa, no porque no consiga reproducir la literalidad del texto (consigue escribir un par de capítulos) sino porque, como consecuencia del paso del tiempo, no tenemos acceso al texto original de Cervantes y nuestra interpretación está condicionada por todas las lecturas posteriores del libro. Un lector del siglo XVII entiende una cosa, y un lector del siglo XIX, otra. Las interpretaciones de un mismo texto varían con las épocas. Como le dijeron al Gran Gatsby, “el pasado no puede repetirse”.

Esto se aprecia especialmente en el caso del humor, un género que, por depender tanto del contexto, envejece a una velocidad mayor que otros. Podemos leer La Ilíada y emocionarnos con la despedida de Héctor y Andrómaca, pero difícilmente reírnos con sus chistes, que básicamente son variaciones del tartazo en la cara. Si no queremos volver a ver los vídeos de nochevieja de Martes y Trece porque nos hacen cuestionarnos si nos caería bien nuestro yo de hace veinte años, menos aún nos hará soltar la carcajada una lectura de El asno de oro o El Decamerón. Yo no recuerdo haberme reído mucho leyendo El Quijote en el bachillerato, a pesar de que sus contemporáneos lo consideraban un descojone. De hecho, el propio humor, ya no como género o formato sino incluso como categoría antropológica, parece haber llegado al final de sus propias fuerzas expresivas, y hoy se habla de una nueva forma de humor (posthumor) que tiene más que ver con la vergüenza ajena que con la risa. Culturalmente hemos llegado a un punto de no retorno: hemos matado al chiste. A mucha gente no le gusta entrar en las redes sociales porque no soporta un chiste más.

De forma parecida, en el ámbito de la música, el acceso universal a sus contenidos ha provocado un fenómeno paradójico: nunca antes se había hecho tanta buena música y nunca antes había importado menos. Es imposible escucharla por falta de tiempo. Y más importante y más preocupante aún: su escucha siempre es irónica, ya que es autorreferencial. La música ya no trata de algo, sino que trata de la propia música, es decir, está dirigida a un público que ya ha escuchado. La música no va dirigida al público sino a la crítica. Que yo sepa, Borges fue el primer escritor en inventar ese juego y se hizo famoso gracias a él, un juego que consiste en una literatura hecha a base de erudición, lecturas y citas (en puridad, el juego lo inaugura el propio Cervantes, ya que los personajes de la segunda parte del Quijote han leído la primera). Así como Borges inventó una literatura de bibliotecarios, el indie, como en su día el jazz o los dodecafonistas, propone una música de coleccionistas de discos. Y como género, ese es su final. Música para el archivo.

Marx dijo que, para hacer la revolución, Lutero se disfrazó de San Pablo y los franceses se disfrazaron de romanos. Hacer canción protesta o escribir himnos de países es algo que a día de hoy se puede hacer, pero, ¿cómo evitar que nos dé la risa al escucharlo?

http://www.elbutanopopular.com/articulos/999/disfrazados-de-romanos